Como todo lo que le pasa a uno en la vida si se piensa demasiado en ello, es difícil de explicar.
Casi tan difícil como ubicar un principio a todo esto.
Puede que mi dedo fuese una vela, mi puño una antorcha o una lengua incandescente saliese de mi boca y luego me envolviese. Lo importante es el resultado...
...y ahora ardo.
Lo primero que pensé fue estúpido; ya nunca podría volver a dar dos besos a nadie. Cosa que perdió importancia al pensar que tampoco volvería a escuchar a la gente darse dos besos, mimetizados ahora entre el crepitar que tapa mis oídos, y por esa misma razón no sentiría envidia de ellos. Estúpido... Eso es lo primero que pensé. Esa sería mi sencilla respuesta a la cuestión de cómo empezó todo: con estupidez. Como todo, en realidad. Lo que vino después fue miedo, dolor, peligro, destrucción, gritos, reclusión, huida, olvido y al final siempre lo mismo, ceniza y el polvo entre los dedos que la frotan. Siempre lo mismo.
Vivo buscando un mundo ignífugo. Y por fin entiendo a las llamas, lo que piden, lo que buscan las llamas dentro de su mundo de dos dimensiones luminosas. Una llama no busca destruir, ni transformar la materia. Una llama vive con los pies atados y por ello grita. Una llama quiere volar. Y mira al cielo, y piensa que nunca lo ha hecho, ni nunca lo hará mientras se extingue en una lágrima de fuego azul que permite a la tea eyacular su hálito de humo triunfante. Todo eso creo haber entendido desde que empecé a arder. En eso pienso ahora.
Mientras espero mi extinción.
Deseando volar.