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Foto: Frank Wächter |
Ojalá fuese el personaje de una historia.
Mis actos y circunstancias no serían más que tropos libres de interpretación a ojos vistas por parte de cualquier ávido lector. Mi frustrante devenir no sería tal cosa, sino una mera astucia literaria del autor para mostrar cómo mi existencia es una línea dibujada en el blanquecino papel de la realidad imaginada para hacer que todo sea distinto.
Es decir; mi historia podría comenzar aquí, en este fragmento de tiempo en el que cruzo por este largo paso de cebra -raya blanca, raya negra, raya blanca, raya negra, raya blanca...- y en el que podría decidir quedarme parado de repente. Los transeúntes que andan a escasos centímetros de mi espalda chocarían y chistarían molestos, los que viniesen en dirección contraria me mirarían extrañados y me sortearían magistralmente para no tocarme, pero nadie detendría su avance. Todos seguirían hacia delante -raya negra, raya blanca- hasta alcanzar la acera y sentirse a salvo; continuar su camino tras ese paréntesis incoloro y ensordecido por rugidos de motor. Y yo me quedaría solo. Solo, flotando en una enclenque balsa blanca en medio de un océano negro asfalto. Solo ante los punzantes pitidos de los coches. Solo como esa línea dibujada en el blanquecino papel de la realidad imaginada.
Entonces tendría un objetivo, un destino.
Un Fin.
Entonces tendría sentido la pregunta "¿y si no hubiera estado allí?". En ese instante estaría dividiendo la realidad como una linea negra, o blanca, o negra... y yo sería importante, diferente. Cambiaría las cosas. El autor habría conseguido conmigo lo que deseaba. Un personaje.
Ojalá no dependiese de mí el llegar al otro lado. Ojalá me moviesen como a un títere.
Pero no es así.
Camino recto hasta mi isla de seguridad y dejo que la batida de ruido, ruedas, humo y asfalto persista a mi espalda. Nada ha cambiado, salvo que entre tanto deseo frustrado, he olvidado a dónde iba.
Miro a mi alrededor confuso, no me atrevería a decir que algo ha cambiado, aunque en realidad sea eso lo que noto. Nada se ha detenido, aunque la cadencia de lo que me rodea parece ser menos importante que antes. Resulta difícil de definir hasta para el pensamiento abstracto.
Recorro algunas calles -no sé cuántas- hasta que andar pierde el sentido de ser. Entonces me siento en un banco ante nada concreto. Quizá gente. Quizá sólo es el interior de mis pupilas lo que intento enfocar con cada parpadeo. Todo es demasiado difuso.
De pronto soy consciente de que llevo un tiempo observando a un hombre sobresaliente en peculiaridad. Sin embargo, antes de tener tiempo de almacenar una descripción medianamente justa del tipo en mi mente, está sentado a mi lado. Ha colocado en el suelo dos cosas: a sus pies hay un cartón rectangular y, algo más lejos, una gorra de visera corta dada la vuelta. Me llama la atención que el cartón está totalmente liso, limpio, donde, a mi entender, debería figurar un penoso relato de lo mucho que necesita una limosna. Aunque eso no parece importarle. Me ofrece la mano con una sonrisa poblada de blancos y afilados dientes, aunque inmensamente cálida. Dice que se llama Mot. Y añade que tiene que hablar conmigo. Todavía tiemblo cada vez que mis labios tienen que pronunciar ese nombre. Ese sonido.