jueves, 17 de noviembre de 2011

Nada Salvo la Muerte - Capítulo 2

Estrecho débilmente su mano con desconfianza. Su sonrisa se ensancha mientras siento cómo me abandonan mis anhelos y me mezo en una paz liviana. Cierro los ojos y por un momento contemplo la imagen desde fuera de mi cuerpo; me veo como un ser penoso e ínfimo al lado de la extravagante figura que me acompaña. Cuando vuelvo a la realidad, Mot ha soltado mi mano y ha empezado a hablar. Su voz es hipnótica, lenta y profunda. Es peligrosa y deseable. Su voz es magma. No me pregunta mi nombre, me trata como si me conociese perfectamente. Hasta parece conocer mi pánico a mirar a los ojos, pues distrae la mirada risueña con los grises transeúntes mientras habla.
Me dice que llevaba una eternidad buscándome, tanto, que tenía miedo de no acordarse de lo que quería decirme. Aunque ríe, noto un aura de cansancio flotando a su alrededor. Le pregunto quién es. Me dice que, por así decirlo, es quien posee mi mayor necesidad. Pero no me la va a conceder, añade socarrón alargando un dedo hacia el cielo. Digo que no entiendo nada y él ríe aun más cansado. Pregunta cuánto tiempo llevo en vida, y antes de que pueda fruncir el ceño con perplejidad parece contestarse a sí mismo. Dice que el tiempo no es importante, lo importante es el egoísmo. Hay que saber ser egoísta con la vida. Después empieza a tararear una funesta melodía con los labios cerrados mientras marca el ritmo con la punta de un pie. 
Miro a mi alrededor. Nadie repara en nosotros. Todo parece fluir menos yo... como siempre; lo cual me reconforta por un instante. Un tintineo metálico me hace bajar la vista. En la gorra negra de mi acompañante acaban de caer dos viejas monedas doradas. Mot recoge con lentitud y satisfacción el premio y lo sopesa entre sus finos y blancos dedos. Toma, me dice, las necesitarás. Y prácticamente me obliga a cogerlas. Cuando toco los fríos discos metálicos me sorprende su peso. Llego a pensar que son de oro auténtico. Mantengo uno en cada mano, me recreo con los pulgares en sus irregulares bordes. Los doblones me miran con sus dos caras. Y yo a ellos. Pienso en cuentos de piratas susurrados en la noche a niños que yo nunca oí. Me giro con la intención de devolverle el botín al mendigo, quedármelo sería indigno, pero ha desaparecido por completo. Sólo permanece el cartón que colocó a sus pies. Ahora hay algo escrito.

Sigue adelante. Haz lo que creas que tengas que hacer. Observa lo que ocurre... y sigue adelante.


Mot.


Recojo el cartón y lo rasgo en mil pedazos sin ira. No sé porqué. Nunca me gustó que leyeran mi correspondencia. Aunque no sé cómo llamar a esto. El atardecer está presto, por lo que me levanto y me marcho. Hoy la noche es bienvenida, pero antes tengo que hacer algo. Ni siquiera pienso en lo que acaba de ocurrir. Qué importa.
Llego a casa y dejo los zapatos en el rincón, con cuidado. La moqueta sigue tan mullida como ayer, como al principio, como siempre. Esa superficie azulada libre de ácaros parece querer absorberme como arenas movedizas. Permanezco. Siento los pies. Luego camino hasta la nevera. Compruebo que está limpia y vacía. La desenchufo. Lo mismo hago con el resto de aparatos eléctricos de mi recogido apartamento. No me paro a pensar en lo absurdo de mi gesto. Hoy estoy decidido. Hoy sí.
Entro en el baño. No enciendo la luz; el crepúsculo es suficiente. Veo mi rostro inexpresivo y me sobresalto. No puedo mirar ni siquiera mis propios ojos. Sobre todo mis propios ojos. Abro el pequeño armario tras el espejo y recojo un objeto con premura. Cierro el armario con los ojos entrecerrados y me doy la vuelta. Me despojo de toda mi ropa y entro en la bañera, me tumbo, el frío mármol me hace apretar los dientes en una mueca patética. Esa horrible bañera de diseño en forma de cáscara de huevo... no es momento de pensar en ello. Apoyo el objeto que antes he cogido sobre mi muñeca, cierro los ojos y dejo que la afilada cuchilla me acaricie recorriendo todo mi antebrazo. repito la operación con el brazo opuesto. Sorprendentemente no me cuesta nada. Esta es la única cosa que haces por primera y última vez en tu vida que sale perfecta. Suelto el aire. Me vacío por completo y espero.
Y espero.
Abro los ojos despacio esperando flotar en un mar bermejo. Sin embargo sólo encuentro la aséptica blancura (cada vez menos visible al llegar la noche) de la bañera. Miro mis brazos. Nada. Inmaculados. recojo la cuchilla con cuidado de no cortarme en la yema de los dedos y la observo de cerca. Perfectamente afilada. Me incorporo y salgo de la bañera, vuelvo al lavabo y coloco la muñeca bajo el grifo. Incido una pequeña línea. Veo y siento cómo el metal se hunde en mi piel, trazando una raya oscura. Tras unos segundos, dicha incisión empieza a desaparecer hasta no dejar rastro. Comienzo a entrar en pánico, repito la maniobra. Vuelve a ocurrir lo mismo. Mi respiración se agita, inicio una escabechina contra mis brazos de cortes efímeros, no entiendo nada. En un momento de desespero miro al espejo y encuentro mi desorbitada mirada. Grito en pánico y, con gimiente fuerza, recorro de oreja a oreja todo mi cuello con la cuchilla. De nuevo, el espejo me muestra cómo el dibujante ha errado una trazada y procede a borrarla. Grito, golpeo, rompo, me hago daño. Puede que incluso me arranque algo de pelo. Al final acabo tendido en el suelo. Desnudo. En llanto. Sólo una palabra absurda, incómoda y confusa rebota dentro de mi cráneo.
Mot...

¿Qué me has hecho?

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